jueves, 19 de agosto de 2010

UNA DUCHA MUY CALIENTE



Acomodado sobre la cama, con un cigarrillo en la boca y escuchando Ghost Pressure, que agitaba el ambiente como lo hace el aleteo imperceptible de un colibrí en su universo floral, tenía mi mirada fija en ningún punto...y así seguí, sin que nada revolucionase mi energía vital, hasta que por fin entreabriste la puerta del baño y envuelta en un vaho que nunca se esparció por la habitación, sino que envolvió y definió tu figura idílica, me sonreíste...entonces la supuesta quietud de la habitación y mi inmodificable ánimo, se reinventaron al entender la magnitud de mi conquista, y yo - un objeto sin vida hasta ese momento- empecé a ver cada detalle anteriormente impalpable como el más grande motivo para amarte.

miércoles, 11 de agosto de 2010

SUBASIANO DI CHIARAVALLE


Se le educó para ser un hombre de negocios; números, nombres, cuentas, gigantescas agendas, pero Subasiano di Chiaravalle cerró su único y más grande trato con la vida. Bastardeado por su padre, un conocido terrateniente de Perugia, y desavenido con el subrepticio designio de coexistir con la inmundicia cerebral de esta época, Subasiano di Chiaravalle, desdeño la herencia que su hermana quiso compartir con él. Cuando el corazón infartado de su tirano progenitor se atragantó con su zafia y viscosa sangre, Subasiano ya estaba en Asia. Vivía en Taiwán. Un hombre antiguo y errante de veinticinco años. Un señalado hombre que amontona patrias, razas y sentimientos, pero que nunca vuelve la vista atrás. Un moderno Neanderthal que siente fehacientemente su pertenencia a otra época, una época desconocida en la que no se relativizarían sus palabras por cuestión de progreso. Porque ahora cada idea debe tener una retribución para ser válida. Pero para él, lo importante trasciende lo esperado. Vive con unos privilegios difíciles de entender para sus acompañantes en el mundo. El creador, el que todo lo ve, el del bufete en las nubes, quizá por motivo de una plausible equivocación de momentos, de instantes históricos a la hora de sentenciar su inclusión y participación en la vida, le honoró con una mayor simplicidad de responsabilidades y con una supremacía, con una omnipotencia sensorial que hace de cada fruslería algo empíreo para su impresionable organismo y para su inmemorial cerebro. Su trato con la vida le libra de cuanto mal azote el mundo a modo de virus social, así como de agonías de futuros temibles y de orígenes terminales.

Pocos son los hombres que hayan desnaturalizado su actitud parsimoniosa y solitaria, mucho menos lo hice yo cuando nos conocimos. El hombre contemporáneo no ejerce ningún tipo de gravitación cognitiva sobre su indigenista razón. Algunos, sin embargo, encandilamos tiranamente su alma, incapaz de resistirse a la nobleza inmaterial en ciertos casos, a la belleza psíquica en otros, o a la atracción abstracta en el mío.

Las mujeres sí que son…para él son…ellas sí...son un poder que libera toda la pasión que fue maniatada durante la historia. Las mujeres son representantes del bravío, del valiente y desmedido encanto imperecedero de la beldad más perfecta. Más aún, sus cuerpos, sus ademanes, sus formas mareantes de trazados curvilíneos, de células inquietas; son la máxima representación del cuerpo humano, figuras eternas plasmadas en el firmamento, íconos mundanos de una belleza irrepetible, duradera y única como la creación del mundo que pueblan. Y ninguna mujer elude sus encantos sin esfuerzo adquiridos. Y él ama sus razas, su hermandad, sus patrias, su nacionalismo, su indigenismo, su folclor; su raza pura, la raza aborigen.

Y dentro de su cráneo, el cerebro, cómo un elemento con vida propia, serpentea alterado cuando observa esas mujeres que, en cualquier momento de la historia, hubiesen sido igualmente deleitosas. Ama a las mujeres de piel marmórea que la nocturnidad aclara. Adula a las mujeres de piel oscura que el sol enaltece. Seduce a las mujeres de piel canela refinada por la amabilidad de las brisas. Pieles pulcramente coloreadas y con más tonalidades de las que un prisma pueda soñar.

Y si contempla a una mujer con la tez aceitunada, entona La Leopolda, el himno del Granducado de la Toscana, evocando los olivares que transforman un simple alimento en un placer; una simple piel en un gozo.

Y si por alguna casualidad sus ojos desvirtúan el entorno y sólo se adhieren a la señal que unas piernas rojizas le mandan, Subasiano, le reza a San Vicente, patrón de los viñadores. Amantes de la uva, su fruto de amor, el cultivo de Dios; piernas que son una plantación fecunda, piernas con unos huesos resucitados ante su mirada, con la carne tonificada sólo por la vida.

En el momento de dormir siente soplidos sordos transportados por un arco iris, que, después de la tempestad que le ocasionaron las dudas sobre su participación en la vida, le hacen percibir como el mundo se mueve a su ritmo.

El mundo es apatía, es tacañería y es amargura. Y él es feliz, tan feliz que juntando estos atributos fundamentales no se alcanza su grado de gratitud hacia el del butacón que dio inicio a esto.