Se me da un trato familiar.
Las palabras me llegan decodificadas, netas, atrevidas.
Procuro paliar su rotundidad y franqueza amortiguándolas escrupulosamente contra mi comprensión.
No todos tenemos el don de la afabilidad.
Aunque el retraimiento sospechado ante la extraversión y espontaneidad del clan se invirtió en un comportamiento adiestrado y rutinario.
Lo inusual mudó en costumbre y el conocimiento del todo a través de mi percepción, le confió el quehacer a una instrucción más amplia, puesta en manos de maestros variopintos y peregrinos.
Algunos discursos perdían pureza y coherencia. Contenían partes resquebrajadas por ponzoñas dogmáticas.
Le perdí el miedo al acoso de la palabrería hogareña y fue entonces cuando empecé a comprender. Cada palabra me separó más de los maestros, pero me acercó más a su mundo.
Ya no eran palabras vivas y soñadoras, fueron perdiendo fidelidad...las palabras se estancaron en un coágulo receloso.
Aprendí mucho.
Después me diferencié.
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